Me lo dijo mi tía
a los siete años
cuando reclamé saber japonés
y diez otros idiomas
y tocar la batería
y diez otros instrumentos
y las recetas más tradicionales
de los cinco continentes
y si había vida en otras galaxias
y si todos los humanos percibimos igual los colores.
Me miró fijo a los ojos y me dijo
no se puede saber todo.
Demoledor. No-se-puede-saber-todo.
Ahí empezó la debacle, creo.
Mi tía es docente
así que supe
que no estaba mintiendo,
que si ella decía que todo no se puede saber
era por conocimiento de causa.
Igual lo tomé como un desafío
por un rato,
porque terquedad no me falta,
y después lo tomé como un mantra redentorio
por otro rato,
porque tiempo no me sobra.
Ahora ya hay cosas que sé,
cosas que puedo intuir
y cosas
que ya no me interesa saber
en lo más mínimo.
Incluso hay algunas cosas
que me gustaría no haber aprendido.
Lo que sí entendí es
por qué a algunas religiones
les parece bien el asunto de la reencarnación.
No nos asusta la muerte,
nos asusta elegir.