lunes, junio 29

Todos los días con los labios llenos de sangre y con el hambre haciéndose metáfora en el vientre. De a poco, como digiriéndose. Yo no soy médica forense y hoy, que tengo que esconderme a practicarle autopsias a mi angustia, no distingo un escalpelo de un cepillo de dientes. Ayer estaba segura de que mi nombre no me escondía nada. Hoy buceo en mi placard buscando un muerto. Un muerto N.N. que se pudre sin olor y sin amor, y que tiene que enseñarme a hablar el lenguaje que estoy hablando.
Todo el día con las ideas agarradas de los pelos. Cada vez con menos pelo. Cada vez con menos pistas.

Ahá.

Entonces se nos viene encima un monstruo bruto y hepático que no nos agrada

y nosotros

que estamos buscando constantemente el espacio entre las células epiteliales

y pugnamos por salir aunque sea hecho pasta

o bosta
o basta

dentre el cuerpo

y la ropa

nos planteamos que quizás

no somos bonitos

ni simpáticos

y que tampoco somos capaces

de hacer que las cosas bellas consigan carne

para ser.

El monstruo bruto amarillento nos empuja

con su obesidad que es la propia

de las costillas parafuera

y escuchamos un ruido de platos rotos que es nuestro ruido

es decir el eco

del monstruo bruto

y de nuestros gritos todo junto como cuando

hacemos muñecos de plastilina

y los colores se mezclan.

Uno tiene ganas entonces de pedir ayuda y de balbucear el miedo pero

el monstruo no existe y esto

para los demás

es un problema.

Así que en la realidad lloramos

todos enteritos

sin lastimaduras

bañaditos

comiditos

y nos preguntan por qué

la lluvia y el llanto y las ganas de morirse

y nosotros no decimos nada

porque ya no decimos.

Pero en la real realidad somos un bolo alimenticio

deshaciéndose en la baba de este monstruo torpe y calentón que nos hace gritar

platos rotos y nos hace felarle

las palabras

mientras nos asegura que

no existe.