martes, febrero 10
Concebir
A Amelia el destiempo la desubica de una forma tan fastidiosa y hermosa que uno no sabe si romperle una pierna o decirle mamá. Me toca la puerta de casa a ninguna hora, y yo a ninguna hora le abro enojadísimo, tratando de que enojadísimo. Para los mortales que usamos el reloj con todo el dolor de nuestras almas son las tres de la mañana y hay que dormir o beber empedernidamente, pero ella es infinita, y duerme y bebe en simultáneo junto con todas las otras acciones, así que entra y se saca la ropa. Ninguna hora y ninguna tela. Se saca la ropa como con urgencia, como si estuviera tratando de retener el vómito hasta conseguir un balde lo suficientemente grande. Se me ocurre que en realidad la ropa se la saca a ella. Ella se sienta en el sillón. Tiembla. Me pide un cuchillo. Mentira, me exige. Yo trato de que enojadísimo, y quiero gruñirle y asustarla. Que salga corriendo. El cuchillo le urge como le urgía desvestirse. Su vida ahora mismo se trata enteramente de tener un tramontina con sierrita en la mano y estar desnuda, temblando de frío en mi sillón y sin mirarme. Se comporta como una embarazada a punto de parir pienso, y también pienso que me está llenando la casa de gritos. Son las tres y media de la mañana en todos los relojes de nosotros los pobres zombies del sistema sexagesimal y ella está desnuda en mi sillón mientras yo trato de que enojadísimo y de conservar los botones del pantalón en su lugar. Me dan ganas de morderla y arrancarle la carne de a cachos y hay tantas razones para hacerlo que realmente constituye un esfuerzo quedarme quieto. Le doy la navaja más desafilada que encuentro y ella se pone a escribir el piso con susto. Estimo que está pujando. No me mira. Vino a casa a no mirarme y marcarme el piso. Y a llorar. Ahora llora. Escribe como si fuese a vomitar y llora como si la persiguieran. La veo chiquitita y de rodillas sobre el parqué, gritando como si se le desgarrara todo, como si todos sus órganos internos se le estuvieran escapando, y hasta me dan ganas de ser un poco ella. De estar pujando en servicio de la concepción de quién sabe qué en el piso de su casa, desnudo, con frío y transpiradísimo, a las cuatro menos veinte de la mañana.
Porque te sé el olor a sudor
y te sé a vos
en tres o cuatro niveles
te digo
que la próxima vez que intentes amar
lo hagas mejor.
Termina y me mira. Fijísimo. Tiene los ojos hechos pedacitos de vidrio. Es muy triste me dice. Y quiero abrazarla y darle una taza de café o un cigarro mientras le acaricio las costillas, pero no la toco. Es muy muy triste. Yo también lloro. Depresión postparto que le dicen. Me dice como puede que vino porque quería que estuviera. Que estuviera dónde le pregunto yo. En el nacimiento de nuestro hijo me contesta. Acabamos de tener una tristeza, Santiago, y es bellísima.
Porque te sé el olor a sudor
y te sé a vos
en tres o cuatro niveles
te digo
que la próxima vez que intentes amar
lo hagas mejor.
Termina y me mira. Fijísimo. Tiene los ojos hechos pedacitos de vidrio. Es muy triste me dice. Y quiero abrazarla y darle una taza de café o un cigarro mientras le acaricio las costillas, pero no la toco. Es muy muy triste. Yo también lloro. Depresión postparto que le dicen. Me dice como puede que vino porque quería que estuviera. Que estuviera dónde le pregunto yo. En el nacimiento de nuestro hijo me contesta. Acabamos de tener una tristeza, Santiago, y es bellísima.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)