domingo, noviembre 16
O
Amelia y su sexo se las arreglan para no dejar dormir. Está el colchón lleno de instintos primordiales y los dos hasta la nuca de coreografías ensayadas. Ella que le dice cuidado conmigo y al mismo tiempo ay que se me resbala la ropa y el otro que le corrige muñequita: la ropa te la resbalo yo, pero a la vez trata (y de a momentos se olvida de tratar, de destratar y de todo lo demás) de evitar la sublimación del propio cuerpo mientras Amelia besa y muerde y enreda pero no deja de ser la cosita Minúscula (con m mayúscula) que es Amelia. Santiago y su vértigo le dibujan líneas oblicuas en el cuello con la boca y con miedo, y entonces Amelia le dice vayamos despacito, pero el vestido se desabotona (¿solo?) y él le dice que vayamos como quieras, pero el pantalón se escapa corriendo atrás del vestido. De ahí en más todo lo subyacente a lo que estuve diciendo: Amelia deja de ser Amelia para pasar a ser Yin y Gin, y Santiago se agarra un pedo de novela hecho Yang hasta que Tao. Y Amelia llora. Porque eso es lo que hace Amelia cuando está demasiado: llorar. Llorar suave y bonito, y dejar que se escapen unos pares de hipos y algunas palabras en catarata. Pronuncia un nos amo, como si el otro le hubiera preguntado qué estás haciendo. Santiago sabe que silencio, que mirarla. Porque eso es lo que hace Santiago cuando está demasiado: callarse y mirar. Después se meten adentro de sus bordes otra vez, y pegan un límite con el otro para escucharse latir adentro. Está el colchón lleno de una ternura blandita y suave, y los dos hasta la nuca de la gente que no contempla. Santiago y su calorcito se las arreglan para no dejar dormir.
sábado, noviembre 8
Encuentro mucho más atractivo el dolor de pulmones que la cabeza metamorfoseada en edificio y me resulta inevitable ensuciarme los pies, pero eso es solamente porque me gusta la tierra y hacer que mis pies la habiten. Además, que la tierra no pare de moverse es maravilloso. Y que mis pies la oigan es milagroso. Del silencio no hay nada que no conozca ni nada que pueda decir, pero cuando se presenta lo bebo y mi piel me lo agradece. Me lo agradezco yo. Cada tanto me entero de algo que me pone los pelos de punta, como que los árboles gritan pero no los escuchamos, o que todas las aves vuelan siguiendo una onda electromagnética diferente, o que desde que la gente come comida con conservantes sus cadáveres tardan más en pudrirse. Y entonces sonrío, o lloro un poquito, y le digo cosas al aire, y pierdo una virginidad. Creo que quien inventó la palabra encender tiene que haber tenido una patria bien profunda y concentradita en la boca del estómago, pulsando igual que la mía. También pienso que la palabra terrible se inventó para describir la acción de llenar el espacio con la voz monocorde. Esterilizar el ambiente. Llenarlo de palabras bañadas en pervinox. Solamente suplico cuando el abismo de las palabras impalpables se me hace inminente y la tierra se calla. Es aún peor la forma que toma el abismo cuando se nos pausa, y es aún más peor cuando el que agujerea la tierra para que se convirta en abismo es alguien que se la pasaba hablando de lo bonito que es hacer que el medio se agite. Pienso esto, pero no me hace existir. Las únicas dos acciones que puedo alegar como evidencia de que existo son la de sentarme en lugares en los que podría dejarme olvidado mi cuerpo y disfrutarlo muchisimo, y la de abrazarte con el objetivo único y evidente de dejarme olvidado mi cuerpo y que me disfrutes muchisimo.
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